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Austeridad: una virtud inteligente

Poco se habla hoy de austeridad. Salvo, claro está, que a nivel país o personal estemos viviendo algún tipo de crisis económica (piénsese por ejemplo en el famoso austerity impulsado por el gobierno inglés luego de la Segunda Guerra Mundial). Y decimos que hoy no es una virtud que esté muy de moda porque, efectivamente, la sociedad consumista y la cultura del placer nos han impuesto un estilo de vida que poco tiene de austero. Incluso podríamos decir que, para las generaciones jóvenes, es una palabra cuyo significado es desconocido.

Austeridad se refiere, según su etimología griega y latina, a una cierta dureza, sobriedad y severidad. Esto se aplica a diversos ámbitos de la vida y de la sociedad. Por ejemplo, hablamos de medidas de austeridad cuando se afronta una crisis; o de un hombre de costumbres austeras, para referirnos a una persona de comportamiento disciplinado y sobrio; o de un edificio austero, de líneas limpias y poca ornamentación.

Pero, ¿por qué hablar de austeridad hoy? ¿Qué beneficios nos puede traer practicar esta virtud? Como mencionamos líneas arriba, en este tiempo en el que existe una descomunal oferta de bienes materiales, con su consecuente invasión publicitaria, y una valoración suprema al éxito económico en la vida, ciertamente la austeridad parece cosa de otro siglo. Sin embargo, si nos detenemos a pensar y sopesar los diversos elementos que la componen, esta virtud nos puede traer algunos favores a nivel personal, social y empresarial.

¿Qué es vivir la austeridad?

No significa vivir pobremente ya que la austeridad no tiene que ver con la cantidad de recursos económicos con los que uno cuenta. Si uno tiene escaso, suficiente o mucho dinero, la austeridad es la consejera perfecta para saber navegar entre los escollos del despilfarro y la avaricia. Porque la austeridad nos enseña a gestionar los recursos de los que se dispone con sobriedad, sentido común, sentido social y previsión.

No se trata de privarse de lo necesario ni de dejar de disfrutar de lo que el dinero —que por lo demás nos hemos ganado con nuestro trabajo y esfuerzo— puede comprar. Sin embargo, debemos reconocer que muchas veces necesitamos moderar ese natural deseo de tener bienes más allá de la satisfacción de nuestras necesidades reales y de proteger el bien común. Pongamos un ejemplo. Ante la posibilidad de comprar un auto nuevo, habrá quien diga inmediatamente: “es una locura, ¿para qué?”. Y otro: “sí, adelante, y no repares en el gasto… lo importante es que te des el gusto porque te lo mereces”. ¿Quién estaría en lo correcto? Entre los extremos, la racionalidad —orientada por la austeridad— nos permitiría hacernos las preguntas pertinentes: ¿cuál es la necesidad real del auto nuevo? Si es necesario, entonces preguntarse: ¿qué tipo de auto? ¿Qué nivel de gasto me puedo permitir para no afectar la economía familiar? Si me puedo permitir un gasto alto, ¿se justifica un desembolso así —por más que se disponga del dinero— considerando las distintas variables a tomar en cuenta? No está demás, entre las preguntas que nos debemos hacer, considerar aquellas que involucran la necesidad de aprobación social o de alarde, que son algunos de los enemigos de la austeridad.

Pasando de lo privado a lo empresarial, la austeridad encuentra un terreno fértil para desplegarse. ¿Cuántas veces hemos escuchado decir: ¿pero, qué te importa? Gasta nomás, total, es la plata de la empresa. Bajo esos patrones de gestión, las cosas, ciertamente, nunca irán por buen camino para una empresa y, a la larga, para la misma persona que así actúa pensando, erróneamente, que él no se perjudica. Más allá del mal uso del dinero —que sí trae consecuencias negativas para la empresa— el no actuar de acuerdo a la virtud trae efectos negativos sobre todo para la persona que está dejando de hacer las cosas bien.

No porque hayan recursos, o porque sean de propiedad de otro, se pueden despilfarrar. Tampoco se trata de acopiarlos irracionalmente. Se deben usar para los fines que tienen y gestionarlos con inteligencia para crear y difundir una conciencia de su valor así como del cuidado responsable con el que se deben administrar en orden, además, al bien común. Por ejemplo, si una buena gestión permite que un área de la empresa haga un importante ahorro, se dispondrá de algunos recursos extras para hacer otras cosas relevantes. Los ejemplos en esa línea se pueden multiplicar.

La austeridad no es solo para época de crisis. En tiempos de carestía su necesidad es evidente o, más bien, vital. Pero en tiempos de crecimiento o de bonanza, es igualmente necesaria. Quizá lo es más porque nos revela un aspecto de la realidad que de otra forma podría quedarnos oscurecido: lo material es pasajero. Tiene su lugar. Debemos gestionarlo y disfrutarlo de la mejor manera. Pero no podemos ponerlo donde no le corresponde. Y la austeridad es esa virtud que nos permite priorizar y ordenar estos, nuestros valores, en una jerarquía adecuada.

Así no esté de “moda”, debemos rescatar el valor de la austeridad. No porque todo esté a la mano o sea accesible debemos usarlo. Ya lo decía el sabio griego Solón (s. VI a.C.): “la austeridad es una de las grandes virtudes de un pueblo inteligente”.



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